Lourdes Hernández Quiñones
La
celebración de los fieles difuntos en nuestro país es un verdadero jolgorio,
más cercano a la vida que a la muerte.
Las
ofrendas y altares instalados en casas, comercios y en muchos espacios todavía
públicos de nuestras plazas, parques y mercados, se construyen a partir de las
imágenes que nos devuelven la presencia de los hombres y mujeres que forman
parte de nuestra memoria. Festejamos el regreso de nuestros muertos a este
mundo terrenal con la comida y las bebidas que tanto les gustaban, escuchamos
sus canciones preferidas, leemos algunos de los libros que más les emocionaban
y recordamos algunos de sus vicios y pasiones.
Se
trata de una de las celebraciones más hermosas de México. Si bien la nostalgia
por alguna ausencia reciente en ocasiones se rinde ante la tristeza y las
lágrimas, éstas se ven reconfortadas por saber que por unos días nuestros
difuntos regresan a visitarnos. Y digo intencionalmente saber, pues no sólo lo
creemos sino que lo sabemos: la fiesta se inicia con el aire frío que precede
la llegada de las ánimas en octubre, como trayendo su aliento, como dejando
sentir sus pasos cercanos, como anunciando su esencia.
¿De
dónde llegan nuestros difuntos? La
escritora mexicana Elena Garro (Puebla, 1920-Ciudad de México, 1998) propone en
su obra de teatro Un hogar sólido
(1958), que están todos reunidos en la cripta familiar y nos invita a ingresar
a ésta para mirar una reunión íntima de parientes que esperan en un sin-tiempo
la llegada del Juicio Final para salir de su encierro. Se trata de Don
Clemente, de 60 años; Doña Gertrudis, de 40 años; Mamá Jesusita, de 80 años;
Catita, de 5 años; Vicente Mejía, de 23 años; Muni, de 28 años; Eva, de 20 años
y Lidia, de 32 años. Al interior de la cripta todos ellos dialogan y rememoran cómo
y cuándo llegaron allí; pero el motivo principal que los reúne en la escena
dramática es el arribo de una “nueva” muerta, Lilí, la joven de 32 años,
situación que ven con alegría pues alguien más se les sumará y traerá noticias de lo que acontece en el
mundo de los vivos.
Garro
va tejiendo su discurso teatral en un tono nostálgico, salpicado por varios
momentos de humor; pero quizás la principal cualidad del texto sea su cercanía con imágenes del realismo mágico,
o mejor aún, las abundantes imágenes poéticas que va bordando la autora y que
“derrumban” las paredes de la cripta, abriendo ventanas que no existen pero que
son como luces de esperanza para los muertos que no esperan nada:
Clemente.˗¿Lilí,
no estás contenta? Ahora tu casa es el centro del sol, el corazón de cada
estrella, la raíz de todas las hierbas, el punto más sólido de cada piedra.
Muni.˗Sí,
Lilí, todavía no lo sabes, pero de pronto no necesitas casa, ni necesitas río.
No nadaremos en el Mezcala, seremos el Mezcala.
La
dramaturga va intercalando en su discurso pistas que nos permiten situar la
época en que vivieron los personajes ahora reunidos en la cripta. Se trata de
una familia del estado de Chihuahua de fines del siglo diecinueve y el primer
tercio del siglo veinte, conservadora, ligada a la tradición y a las “buenas
maneras” que se expresa con la preocupación de las mujeres para verse hermosas
al llegar la nueva presencia:
Mamá
Jesusita.˗ ¡Catita! Ven acá y púleme la frente; quiero que brille como la
estrella polar. Dichoso el tiempo en que yo corría por la casa como una
centella, barriendo, sacudiendo el polvo que caía sobre el piano, en engañosos
torrentes de oro, para luego, cuando ya cada cosa relucía como un cometa,
romper el hielo de mis cubetas dejadas al sereno, y bañarme con el agua cuajada
de estrellas de invierno. ¿Te acuerdas, Gertrudis? ¡Eso era vivir! Rodeada de
mis niños tiesos y limpios como pizarrines.
Un hogar sólido
la primera obra de Elena Garro que fuera publicada por la Universidad
Veracruzana (1958) ofrece el retrato de una familia de fines del siglo
diecinueve y a través de ella la autora plantea inquietudes en torno a la
fragilidad de la vida, lo efímero de la vida, la transmutación del cuerpo en
espíritu. Y los muertos re-viven en cada puesta en escena y nos comparten sus
alegrías y tristezas; prolongan su aliento en la voz que dice, aunque sea la
última ocasión en que al nombrarse, son existencia en una dimensión incierta:
Muni.−No
te aflijas cuando tus ojos empiecen a desaparecer, porque entonces serás todos
los ojos de los perros mirando pies absurdos.
Mamá
Jesusita.−¡Ay, hijita! Ojalá y nunca te toque ser ojos de ciegos de pez ciego
en lo más profundo de los mares! No sabes la impresión terrible que tuve, era
como ver y no ver cosas jamás pensadas.
La
voz de Elena Garro aparece en varios momentos en la voz de sus personajes,
mujer polémica, de carácter rebelde, un tanto inconforme con la vida. Sus
últimos años en la ciudad de Cuernavaca, al lado de su hija, transcurrieron
rodeada por sus gatos y consumida por sus cigarros. Algunos diálogos que
aparecen en Un hogar sólido podrían
escucharse como llamadas de auxilio para reconstruir su propia vida o para
salir de conflictos personales que probablemente la hacían sentir atrapada:
Lidia.−Pero
todo fue inútil. Los ojos furiosos no dejaron de mirarme nunca. Si pudiera
encontrar a la araña que vivió en mi casa−me decía a mí misma−, con el hilo
invisible que une la flor a la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre,
cosería amorosos párpados que cerrarían los ojos que me miran, y esta casa
entraría en el orden solar. Cada balcón sería una patria diferente; sus muebles
florecerían: de sus copas brotarían surtidores; de las sábanas, alfombras
mágicas para viajar al sueño; de las manos de mis niños, castillos, banderas y
batallas…pero no encontré el hilo, Muni…
Desde
hace más de 40 años, cuando siendo niña interpreté el papel de Catita, las voces de esos hombres y mujeres que
habitan la cripta familiar construida por Elena Garro, me han acompañado durante
los días de muertos y con ellos celebro la vida. Almas que en letras se dicen y
se quedan en el viento de otoño, en la memoria del tiempo.
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