martes, 29 de marzo de 2011

Voz Invitada: Para reflexionar desde una experiencia de Brasil aplicable para todo hispanoamérica

(Artículo tomado de la revista Pensar Iberoamérica. Revista de Cultura de la OEIhttp://www.oei.es/pensariberoamerica/index.html)

Brasil en tiempos de cultura: escena política y visibilidad

Muy recientemente, ya en la gestión de Gilberto Gil, comenzamos a percibir una preocupación efectiva en comprender y apoyar experiencias, a partir de una visión más global de política pública de cultura. Ese esfuerzo se traduce en programas como el Pontos de Cultura que pone a disposición recursos para experiencias comunitarias en todo el país. Es un principio que merece elogios.

por Marta Porto
Traducción Rosalía Guedes

Entramos en el siglo XXI con plenas posibilidades científicas y tecnológicas para la mejora de las condiciones de desigualdad económica y social. Desafortunadamente la realidad brasileña no se ajusta totalmente a esa tesis. Ocupamos el segundo lugar del mundo en muertes por armas de fuego (UNESCO 2005), tenemos 25 millones de personas por debajo del nivel de la pobreza y una educación formal deficitaria.

La desnutrición, la muerte de adolescentes por embarazo precoz y abortos mal asistidos, los asesinatos por conflictos sociales, son situaciones cotidianas en nuestro país. Nuestras desigualdades históricas permanecen como un desafío generacional. Un cuadro que se confronta con la opulencia de nuestras elites, nuestras costumbres de consumo primermundistas, la modernidad de nuestros iconos culturales y de nuestras metrópolis.

De esa manera, aceptamos lo inaceptable: la invisibilidad de nuestros pobres, de nuestras carencias, de nuestras tristezas y de nuestra inmensa desigualdad. El lujo supera el olor incómodo de la pobreza.

¿Cómo pensar la importancia de las políticas culturales para el desarrollo, a partir de una cultura de desigualdades, construida culturalmente a lo largo de toda la historia brasileña? En este artículo, destacaremos de manera introductoria algunos enfoques que pueden contribuir para una reflexión sobre este tema. Comenzando por la idea de acceso. El acceso a la cultura, pensada ésta no solamente como memoria o acto creativo espontáneo o artístico, sino también como conocimiento, es un acto consciente que exige la inclusión colectiva y política de todos los ciudadanos. Para ello, es necesario disponer de un ambiente comunitario y político favorable a la inserción cultural del individuo y de los grupos sociales.

Nuestra disposición para aprender y dialogar con universos diversos proviene de los estímulos, del ambiente y de la experiencia que percibimos y desarrollamos en la niñez, la adolescencia, la etapa adulta de la vida; estímulos e incentivos proporcionados por la riqueza de los encuentros culturales a lo largo de toda la vida y de nuestra facilidad y curiosidad en aprenderlos y transformarlos en datos importantes para nuestra experiencia vital. La cultura, tal como se proyecta en el siglo XXI, es la experiencia que marca la vida humana en la búsqueda del conocimiento, en el esmero y sentido de pertenencia y en la capacidad de producir cambios simbólicos. En definitiva, el valor que otorgamos a la cultura, ya sea ésta nuestra o aprendida, es aquel que aprendimos a dar.

En ese contexto es necesario recordar el histórico e insuficiente debate en Brasil acerca del tema de la cultura y posteriormente, a partir de la democracia, de la cultura y los derechos sociales y, consecuentemente, de la cultura y el desarrollo.

Ajena a la buena parte de los avances políticos experimentados en las últimas dos décadas y a las discusiones en otros sectores de actuación pública, la cultura se ha caracterizado en los últimos años como un espacio de “disputa de privilegios”, personificado en los límites reivindicados para la exención fiscal de los distintos sectores artísticos, por el lobby de aprobación, dentro de los límites permitidos, en las comisiones de cultura y, naturalmente, por las cuentas publicitarias y de marketing de las grandes empresas brasileñas, en especial y
paradójicamente, de las estatales. De esa manera, el campo teórico por excelencia de las soluciones colectivas revela con crudeza el trazo más contundente de la elite nacional en relación con las necesidades del pueblo: la primacía de los intereses privados y de las soluciones de inmediatez y limitadas a pocos ciudadanos, sobre las necesidades de un cuerpo social diverso al que se le niega el derecho de emancipación cultural y visibilidad pública.

A pesar de la implantación del Ministerio de Cultura en 1985, se ha optado por sectorizar la discusión en los mecanismos financieros capaces de ampliar el dinero público a algunos sectores de la producción cultural; es decir, a aquéllos
con mayor capacidad de organización y presión política. Las leyes de incentivo,
en las tres esferas del aparato estatal, los límites de su exención y las estrategias para cumplir con las planillas de órganos públicos dieron la tónica de la superficialidad política que acometió durante casi dos décadas el debate cultural en el país. Como en ningún otro sector, la cultura del privilegio, de la ausencia de preocupación con los movimientos sociales y culturales, más allá de la tradicionalmente denominada “producción cultural”, estuvo presente en la configuración de las políticas culturales brasileñas. Alejada del debate político, la cultura poco contribuyó al debate sobre el desarrollo democrático en el país, o, quizás, poco reflexionó sobre el campo de oportunidades y contribuciones que podría ofertar al país pensando conjuntamente la educación, la universalización de los servicios culturales —equipamientos y programas—, el desarrollo local basado en los activos singulares de cada comunidad, la organización de una industria y un mercado cultural digno de la capacidad y el talento de nuestra diversidad creadora. Y aún más, ayudando a recuperar y humanizar la cara distorsionada y fea de un país con un pasivo de violación de derechos sociales, económicos, culturales, en fin, derechos universalmente reconocidos como humanos; situación que solamente en los últimos años comenzamos a recuperar, de manera aún tímida y poco asumida.

La cultura, capaz de generar activos socioeconómicos, sin compromisos con
la escala industrial y con los lucros proporcionados por el mercado, es aquella
que nace en las comunidades brasileñas con las fiestas populares, con el encaje de bilro, en los barracones de las escuelas de samba, en las comunidades pobres de Río de Janeiro, en los sitios arqueológicos y en la cultura del cangaço en las márgenes del río San Francisco en la región del Xingó, en la artesanía del Vale do Jequitinhohna en Minas Gerais. Es la cultura
producida en los territorios que el geógrafo Milton Santos nombró como “zonas opacas”, invisibles a la lógica financiera de los mercados y de la ceguera del Estado. Esas culturas exigen reconocimiento en las agendas de política cultural, no solamente como herramienta de autoestima o como símbolo folclórico, sino como alternativa inteligente para generar ganancias económicas, distribución de renta y consecuentemente desarrollo sostenible. Lo que está en juego es reconocer la necesidad de incluir en las políticas culturales la posesión de los recursos, la garantía de asegurar a las comunidades locales “iguales posibilidades de acceso a los bienes de la globalización” (Canclini, 1996).

Reconocer el espacio estratégico de la acción del Estado significa abrir el campo de oportunidades de las políticas culturales al desafío de la inversión de
prioridades y al enfrentamiento de la desigualdad social y la concentración de
la renta, partiendo de una renovación del concepto clásico de ciudadanía que
opera por la lógica del derecho a la igualdad, para asegurar el derecho a las diferencias en el plano político de la acción del Estado.

Un buen ejemplo de cómo iniciar esa reflexión es el carnaval, que atrae cada
año, en Río de Janeiro, a más de trescientos mil turistas. La genialidad creativa del pueblo, habitante en su gran mayoría de las favelas cariocas, teje en el ruido ritmado de las modistas de los barracones el arte que invadirá el Sambódromo en el verano carioca. En el bambolear de las chicas del morro, en la batería ingeniosa, en las alegorías y en la profusión de colores, luces y magia que proviene de ese sincretismo brasileño que irrumpe en el escenario cultural del país durante todo el verano. De hecho, el carnaval carioca genera anualmente un aumento de la recaudación económica del país en más de quinientos mil dólares. Hoteles, restaurantes, discotecas, tiendas, compañías
aéreas y toda suerte de comercio de la economía informal se benefician de la
fiesta popular más importante que produce Brasil. Sin embargo, el aumento de
la recaudación, principalmente por parte de órganos públicos, no representa la
mejora de la calidad de vida de los responsables de la producción de esa fiesta. Habría que preguntarse ¿por qué? Los autores —las comunidades de Mangueira, de Nilópolis, de Serrinha— hacen la fiesta, pero no reciben la ventaja proporcional de su trabajo. De hecho, ¿ha mejorado la vida de esas personas, sus calles, sus escuelas o sus puestos de salud? ¿Quién se queda con los recursos que provienen del carnaval carioca? ¿Qué es lo que diferencia, o lo que debería diferenciar, un programa de desarrollo económico generado por inversiones directas o indirectas en distintas áreas, y un desarrollo económico generado por o a partir de aquellos aspectos que identifican la manera propia de un pueblo y una sociedad a expresarse y manifestarse colectivamente, como es el caso de la cultura? Al transformar el carnaval carioca en un “mega evento” internacional, capaz de atraer más de trescientos mil turistas en la ciudad de Río de Janeiro y generar miles de dólares en movimientos financieros, ¿cómo hacer que se produzca la distribución justa de estos dividendos entre todos los actores locales involucrados en esa producción? ¿Qué clase de impacto deseamos y quiénes deben ser sus beneficiarios? Éstas son algunas reflexiones que deberían promover una política volcada al desarrollo económico.

Potenciar el capital social y cultural de un pueblo es una tarea compleja que exige la apertura de posibilidades de las políticas culturales en integrarse al esfuerzo de desarrollo del país. Ello, naturalmente, implica realizar un esfuerzo para potenciar las áreas de planificación y gestión de un sector identificado por la aversión a esas mismas áreas de acción pública y contar con la debida atención en la formación adecuada de cuadros públicos que operan en la gestión cultural. La planificación requiere investigación, diagnósticos continuados, evaluación y monitoreo, cuadros públicos y no públicos calificados y diseño de todo tipo de programas estratégicos.

Un proyecto que trabaja con estas premisas es Cara Brasileira, coordinado por
el SEBRAE Nacional. El Ministerio de Cultura necesita coordinar un amplio diagnóstico, apostando en ese esfuerzo para volver a situar la cultura en el centro de la dinámica económica, superando la lógica histórica de concentración de renta provocada por otros sectores productivos y proponiendo modelos con núcleos exportadores que partan de las personas y de sus maneras propias de producción. Asimismo, pueden realizarse acciones significativas en el campo de las memorias colectivas o del patrimonio cultural,
a fin de incrementar el potencial de los sitios arqueológicos brasileños, como los de la región de Piauí, incentivando, al mismo tiempo, la investigación, la manutención y el intercambio con otros importantes centros de estudio, así como aquellos vinculados a la memoria de personalidades importantes, como
músicos, poetas o políticos.

Pensar sobre la potencialidad de la cultura desde el punto de vista económico,
exige reflexionar acerca de la capacidad distributiva de un proyecto de esa naturaleza, partiendo de la idea de que cualquier proyecto de fomento económico en un país marcado por la desigualdad social, especialmente en el
ámbito de la cultura, debe constituirse como una posibilidad concreta de cambio de prioridades; debe promocionar la posesión de recursos provenientes de la producción cultural a través de garantías institucionales y financieras, de amplios sectoresde la sociedad brasileña, que hoy no se encuentran incluidos, o siquiera reconocidos como agentes importantes para el desarrollo de la política cultural del país. Lo que está en juego, y en lo que la política cultural tiene un papel central, es el hecho de la redistribución o de la igualdad de oportunidades de la renta, lo que implica, ante todo, reconocer al otro como sujeto pleno en igualdad de derechos. Los conceptos de redistribución y justicia están íntimamente ligados a la cuestión del reconocimiento y, en ese sentido, la cultura en su acción política dispone de un espacio para hacer que ello sea posible a fin de incluir, en un plan de “dignidad igual para todos”, sectores de la sociedad diversos y tradicionalmente marginados. La justicia, como afirma el Informe Mundial de Cultura 2000-2001, “necesita actualmente tanto de una política de redistribución, como de una política de reconocimiento”; ése es el lugar de las políticas de cultura: hacer que ello sea posible.

La injusticia cultural, según el propio informe, es obligar a grupos y manifestaciones culturales de diversa índole a que se sometan a normas y configuraciones políticas estancadas e inmutables. A la lógica de una sola vía y de una política homogénea. Cualquier política cultural al ser adoptada por el país, debe garantizar la apertura de los canales institucionales y financieros, a través de la reforma del sistema nacional de cultura, a amplios sectores tradicionalmente atendidos por las “políticas de recorte social o de corte asistencialista”. Es significativo que el país no posea una política de cultura para los indígenas, para la artesanía, para estimular la diversidad cultural de las varias regiones brasileñas, para los grupos culturales que perviven en las favelas y barrios de la periferia de los grandes centros urbanos. Y es sintomático que no se emprenda, en un mundo marcado por el tránsito incesante de informaciones, una política de comunicación cultural capaz de generar productos informativos de calidad para la inmensa red nacional de educación y también para los mercados televisivos y editoriales.

A partir de la década de los noventa, los proyectos culturales, se destacaron en
la conquista de los espacios públicos y en la legitimación de los derechos sociales de los movimientos comunitarios y periféricos de los grandes centros urbanos. El primero de esos nuevos liderazgos culturales se identifica especialmente a través de nuevos actores juveniles, movimientos culturales que se originan en pequeñas comunidades populares de la periferia de los grandes centros urbanos. Luchan por la ampliación de su representatividad política a través de la expresión de varias formas artísticas y culturales. La efervescencia de lo diferente, de lo distinto, comienza a nacer en las favelas, en los suburbios, donde grupos de jóvenes se organizan para hacer música, bailar, hacer graffitis, producir fanzines o bien organizar acciones solidarias. A través de la apropiación de lenguajes artístico-culturales, sin muchas veces atender a profesionalización alguna, es alrededor de la dimensión cultural que estos grupos se organizan, se articulan, expresan sus cuestiones cotidianas, sus condiciones de vida y sus inquietudes con el país. Algunos de esos grupos se profesionalizan, sin perder, sin embargo, su dimensión comunitaria, pasando a intervenir en el mercado cultural de manera insistente, como es el caso de grupos de hip hop de São Paulo, de mangue beat del nordeste de Brasil o del reggae en Bahía y Río de Janeiro: “hacer música, bailar, grafitar, hacer teatro, producir fanzines, organizar acciones solidarias, etc. [...] Y sobre todo en torno a la dimensión cultural que esos grupos articulan para encontrar sus iguales y por medio de diferentes lenguajes, expresar sus inquietudes, sus cuestiones, sus visiones del mundo, sus condiciones de vida y sus inquietudes sociales. Observamos esta riqueza y nos inquietábamos con su invisibilidad”. (Freitas, 2002).

El poder de estos movimientos culturales expresados en innumerables ejemplos dispersos por todo el país trae, sin lugar a duda, un dato nuevo para el conjunto de las prácticas sociales y de ocupación del espacio público, que aún no han sido debidamente asimilados. En parte, por la ausencia de políticas culturales y signos estructurantes que pueden intervenir decisivamente en el diseño de las políticas públicas y de las llamadas agendas sociales en Brasil. A pesar del gran esfuerzo de redemocratización del país, la cultura no logró aún alzarse con un estatuto de política central en el proceso de comprensión de la dinámica social, ni del aprovechamiento de los nuevos datos que ofrece, para lograr la efectividad en las políticas de desarrollo del país y en la gestión de los recursos sociales. El trazo de la invisibilidad siempre ha operado como una máscara de incomprensión y de no reconocimiento del papel central que posee la cultura y de la fuerza de las prácticas locales en el fortalecimiento de la democracia brasileña. Democracia que debe incorporar el respeto a las diferencias, a la diversidad y al pluralismo cultural, a las cuestiones de género, étnico-raciales y a la protección a las minorías culturales. Tal vez por eso, o sobre todo por ello, la absorción de esas prácticas culturales originarias de las periferias urbanas y protagonizadas especialmente por jóvenes, haya sido traducida erróneamente como acción social capaz de transformar indicadores históricos de desigualdad —salud, educación, saneamiento básico, nutrición— de manera mágica. Programas de música, capoeira o baile, que deberían estar al alcance del universo cultural, como un derecho asegurado por la sociedad, han pasado a ser financiados no como una extensión de esos derechos culturales asegurados por la Constitución, sino como remedio para una acción social más ingenua.

Muy recientemente, ya en la gestión de Gilberto Gil, comenzamos a percibir una preocupación efectiva en comprender y apoyar esas experiencias, a partir de una visión más global de política pública de cultura. Ese esfuerzo se traduce en programas como el Pontos de Cultura que pone a disposición recursos para experiencias comunitarias en todo el país. Es un principio que merece elogios.
Lo importante es insistir, en línea con las experiencias de otros países latinoamericanos, en que el mejoramiento del proceso democrático brasileño, inevitablemente debe caminar en esta dirección.

De allí, la importancia de las políticas culturales para asegurar el reconocimiento y la visibilidad de las diversas prácticas culturales originadas en el territorio local y para focalizarlas como capital cultural relevante para el desarrollo sostenible del país, ya que, de hecho, los avances marcados por la ampliación de los apoyos a proyectos locales, pueden ser sentidos por toda la comunidad y no únicamente por sus protagonistas. Se corre el riesgo de promover nuevas prácticas en el seno de cada comunidad, donde proyectos aislados pueden llegar a producir nuevos vencedores elevados al estatuto de “famosos” sin que el ambiente comunitario crezca y gane colectivamente al ver garantizado su derecho de acceso a los bienes y servicios culturales públicos. Nunca, en Brasil, se habló tanto de proyectos sociales que promueven, a través
de la vía artística, a niños y niñas de las grandes periferias urbanas al panteón
de la fama de la industria del entretenimiento. Nada malo habría en ello, si pensamos que talento y garra no son privilegio de una elite, puesto que no poseen marca de distinción ni social, ni étnica, ni religiosa. Pero no deja de ser
sorprendente si evaluamos la forma en que la sociedad, y, en especial, los formadores de opinión, perciben sus potencialidades y resultados. La favela toma vigor a los ojos de la elite, por iniciativas de esta naturaleza, y sus gentes permanecen ajenas a los avances sociales específicos y sometidas a la falta de
opciones de empleo, de educación, de ocio, entendidos éstos como derechos y
no como privilegios, permaneciendo así en territorios que penetran por la puerta del fondo en el “círculo reducido de la república imperfecta” y lo hace gracias a su talento con la música, con la danza o con la pelota. Nunca por la
acción política y ordenada de una sociedad que lucha por una democracia que
extiende a todos el derecho a la educación, a la salud, a la justicia y, por supuesto, a la cultura. A los ojos de los afortunados, las brechas abiertas en ese pequeño mundo de opulencia de los más talentosos y competitivos, se produce la propia redención social de otros tantos que no quieren o no pueden, o quizás, no consigan integrarse a esos nuevos círculos de poder. Continuamos siendo el país que reproduce de manera incesante la lógica de los vencedores: la democracia que construimos no es aquella que garantiza los derechos universales, sino la que ofrece concesiones. Ningún proyecto aislado, por excelente que sea, supera o sustituye el necesario avance en las políticas de carácter universal, la presencia del Estado en las comunidades y territorios a través de equipamientos y programas culturales de calidad, la inserción de contenidos culturales en las prácticas educativas, los circuitos e intercambios culturales organizados localmente, la memoria de los barrios y de las comunidades que son preservadas a través de las iniciativas públicas de visibilidad. O sea, un conjunto de acciones sostenibles y aseguradas en el tiempo que, al fortalecer los espacios culturales comunitarios, incentive prácticas variadas, en las escuelas, en las calles, a través de oficinas, de clases públicas y conciertos abiertos, de la apertura de espacios reales o simbólicos de creación artística y de desarrollo espiritual, buscando formas más concretas de mediación entre el proyecto cultural y el ciudadano. Formas que superen la concepción del sujeto como mero espectador, pero que colaboren para proveer morada a experiencias significativas abiertas a ciudadanos más privilegiados.

Como recuerda el intelectual colombiano José Bernardo Toro en su libro La construcción de lo Público: Ciudadanía, democracia y participación: “La justicia social está relacionada con la cantidad y disponibilidad de los bienes públicos a que tienen acceso los ciudadanos. Lo público, se hace posible para la equidad y la participación. Lo público se construye tomando a la sociedad como base y se caracteriza por la capacidad de una sociedad de garantizar las mismas condiciones y ofrecer a todos sin distinción la misma calidad de los bienes y servicios. (Toro, 2005).

Para concluir, destacamos las palabras de la doctora brasileña en Derechos Humanos, Flávia Piovesan, pronunciadas con ocasión del seminario promocionado por la Oficina de la UNESCO en Río de Janeiro y SESC en el año 2002, que parece dar mayor sentido a ese pilar de la política cultural: “La protección de los derechos humanos, en una sociead cultural, requiere una observancia de los derechos culturales, en cuanto derechos universalmente aceptados. No hay derechos humanos, ni tampoco democracia, sin una justicia cultural, sin una diversidad y sin pluralismo cultural, y tampoco sin que se asegure el derecho de existir, el derecho a la visibilidad o el derecho a la diferencia y a la dignidad cultural”. (Piovesan, 2002).


Marta Porto
Periodista, postgraduada en Planificación Estratégica y Sistemas de Información en la Maestría en Ciencias de Información. Ejerce distintos cargos públicos en organismos nacionales e internacionales, siempre liderando procesos en campo social. Dentro de estas actividades destacan la Dirección de Planificación y Coordinación Cultural de la Secretaría Municipal de la Cultura de Belo Horizonte, MG (1994-1996), la Coordinación Regional de la Oficina de UNESCO del Estado de Río de Janeiro (1999-2002) y la Dirección de Responsabilidades Sociales del Grupo Takano (2003-2004). Además de ser
autora de artículos y ensayos publicados en la prensa y en recopilaciones en libros y en revistas especializadas, coordina y organiza ediciones de libros de no ficción para varias editoriales, como Coleção Valores e Atitudes y Série
Desafios de Hoje, ambos con la Editora SENAC Rio. Actualmente es directora de (X) BRASIL, oficina de información sobre asuntos públicos y miembro de diversas comisiones y comités internacionales ligados al área sociocultural. Ha
recibido diferentes premios y becas, como los nacionales Orilaxé, Beija-Flor, y la Menção Honrosa del Gobierno del Estado de Río de Janeiro, e internacionales, como el Prix Mobius de Multimídia Cultural que otorga el Ministerio de Cultura de Francia.
Notas

No hay comentarios: